Cuatro
años no son suficientes para tanto deterioro.
Se
puede comprender que las escaleras hacia el desván se hayan rendido, pero, ¿por
qué lo hacen cuando nadie las pisa?
El
boquete en el tejado, las pajas que se despeinan, ¿por qué no quieren,
precisamente ahora, aguantar más tormentas?
Al
almanaque solo le queda el amarillento santo, que se retuerce todavía sujeto en
la pared. Es como si los días que permanecen
prendidos a sus pies le intranquilizaran el aura y se quisiera ir.
La
vajilla, en la despensa, se cubre del polvo esperado. Las personas de los retratos
siguen mirando.
Los
muelles y las maderas se desordenan sin moverse de su sitio.
No
hay nadie ya, todos murieron. La casa quiere esfumarse, desvanecerse quieren los recuerdos, que para
nada valen.
En
la coqueta cocina parece que ha vivido un duende travieso. Será quizá el soplo
de un fuerte espíritu el que arranca galerías y abulta los suelos. Será la
ausencia una bestia encerrada.
Los
retratos, quizá ellos sepan. Yo no sé preguntarles.
Es
el mismo escenario en el que estuvimos tantos. Había uvas, y gatos; había
voces, más o menos hermosas, pero siempre agua de gargantas. Ahora se hunde,
desierto, y solo las piedras del patio siguen igual, casi jóvenes con su
redondez reluciente, casi borbotones; entre ellas crece una hierba impasible en
su vivo verdor que las hace parecer islas.
Aquella
casa se reabsorbe en silencio en medio del barullo. Como una estrella, lo que
vemos ya no existe y lo que brilla no es ella, es el pasado que todavía puede
traernos bellas imágenes: una sonrisa, una mano reposada en la baranda, unos ojos
oscuros que bailaron incesantes bajo la tristeza. Nos llega el resplandor de
otro tiempo que se derrumba en su casa sin hacer ruido.
A
los objetos les pasa igual que a las casas: semejan morir cuando nadie los usa.
Pierden la luz, se van borrando.