Un viejo, más tortuga que
hombre, pasea despacio entre los bancos del andén. De los viajeros busca
cualquier cosa, una limosna no de dinero que le llene el tiempo. Es un árbol
sin raíces, un lapicero sin mina; ya no ama.
En otra época su cuerpo estuvo
poblado de guindas. Bocados rojos de amor le rodaron por las venas en un
atardecer de otoño. Con sus ojos retó a la estrella más cercana, y a menudo la
noche le cubrió de rocío.
Hoy es transparente: se le han
apagado las luces en un derroche de negro. El silencio le ahueca, en su alma no
quedan más que jirones de lana entumecida. Los demás solo perciben a su paso un
aire turbio, apenas soplo.
“Todos poseen un límite: cada
Uno tiene un matiz de daño muy distinto…”
Del poema “Asilo de ancianos”, de W.H. Auden