Melena
violeta y oro. Rizos de titanio que deslumbran bajo el sol, mientras duerme el pueblo bajo la mirada de su celosa iglesia.
Las
ventanas se pierden en los campos, no saben bien hacia dónde mirar, azoradas
por tanta curiosidad que les brota de la extrañeza de haber caído allí, lejos
del mar. Las habitaciones se levantan, erectas, no queriendo pisar una tierra
que aún no las desea. No obstante, cada año amadrinarán el crecimiento de las
viñas que ahora levantan poco, apenas despegan del suelo.
Veleros entre alfombras voladoras. Rizos de fados; o de mujer cordobesa, con los ojos brillando bajo las lustrosas ondas de su cabello eterno. Volcán de chatarras resplandecientes, montaña mágica entre viñedos. ¿Qué sentirán las hormigas –al verte-? Aún hay caminos de tierra por los que llegar, o por los que perderse; el viento que salta tras las montañas se enreda en las hojas, y en las láminas metálicas: aquí disfruta y canta y parece no querer salir de este laberinto que le va calentando como un suspiro de amor.
Llora
la iglesia con sus roncas campanadas; su aroma antiguo permanece más que su
estampa, que se va borrando aun se quede. Y el ojo que tiene como peineta este
edificio insolente la mira con sorpresa; en los días de lluvia dejará caer sus
lágrimas, para que no se aprecien.
Virutas
de fino chocolate dorado se le han pegado en el tejado. Las rocas sobre las
cimas de las montañas cercanas se burlan, sus coronas son más grandes, más
fuertes, más temidas.