martes, 29 de enero de 2013

Reloj de arena




     Alguien gira el reloj. Siempre se deja, suave. Una potente fuerza invisible consigue que caigan los segundos en el deslizar sensual de los granos de arena, rozándose unos con otros en una singular orgía que termina  en la caída qué más da si con vértigo hasta el otro hemisferio que espera, silencioso. Una duna sin ardor se va formando y en ella aguardan las arenas su turno, militares sin grado que obedecen la orden implacable, el apático bullir del tiempo.
     De nuevo caerá este polvo de segundos, estas briznas esclavas y elegantes que  guardan la maquillada eternidad, encerrada para siempre y sin respeto en el infinito cristal.
     Las arenillas resbalan, hasta podría decirse que jugando, encadenadas a la gravedad, sumisas. Sin embargo, a veces se aprecia un brillo mudo, diminuto y fugaz, señal de la rebelión de un instante que no quiere derrumbarse, que no quiere pasar desapercibido. Pudiera ser, este breve destello, el espejeo del corazón del tiempo, que como guiño sincero pretendiera mostrar la huidiza belleza limada por las horas.
     También hoy llueven cristales del cielo que tapizan de blanco las calles; miles de minúsculos brillos resaltan el frío con sus reflejos efímeros, diamantes gratuitos que nos adornan los pasos y nos acicalan la piel dormida bajo los abrigos viejos.


viernes, 18 de enero de 2013


De paso




     El bar de la vieja estación ya no existe.
     El ir y el venir allí se detenían; los desubicados encontraban en él un asiento y una cerveza si recogían las mesas de los clientes que se marchaban, a los que miraban a hurtadillas entre el humo del cigarro. Las maletas barrían el suelo semejando batas de cola, y acababan encajadas en multiformes huecos como piezas del tetris.
     Los espejos ya poco reflejaban, estaban casi ciegos, y en las vitrinas las navajas sin mano aguardaron con paciencia, sus aceros picos de aves enjauladas. ¿Volarían cuando las máquinas hicieron escombros el tiempo en ese lugar consumido?
     Los camareros siempre vistieron de oscuro; sus ojos estaban escritos de rostros y de gestos humanos, así se mostraban pícaros, tristes, profundos, o resignados. Con la diligencia de quien conoce la intransigencia del tiempo, distribuían cafés, refrescos, copas de licor, bocadillos, y miraban sin ver el movimiento de las bocas apresuradas, las migas secas cayendo, mientras las tragaperras no cesaban de emitir sus histéricos sonidos.
     El bar de la vieja estación fue el hogar de la espera.

una por cada kilómetro

...para que alfombren la distancia que nos une