Alguien gira el reloj. Siempre se deja,
suave. Una potente fuerza invisible consigue que caigan los segundos en el
deslizar sensual de los granos de arena, rozándose unos con otros en una
singular orgía que termina en la caída
qué más da si con vértigo hasta el otro hemisferio que espera, silencioso. Una
duna sin ardor se va formando y en ella aguardan las arenas su turno, militares
sin grado que obedecen la orden implacable, el apático bullir del tiempo.
De nuevo caerá este polvo de segundos,
estas briznas esclavas y elegantes que
guardan la maquillada eternidad, encerrada para siempre y sin respeto en
el infinito cristal.
Las arenillas resbalan, hasta podría
decirse que jugando, encadenadas a la gravedad, sumisas. Sin embargo, a veces
se aprecia un brillo mudo, diminuto y fugaz, señal de la rebelión de un
instante que no quiere derrumbarse, que no quiere pasar desapercibido. Pudiera
ser, este breve destello, el espejeo del corazón del tiempo, que como guiño
sincero pretendiera mostrar la huidiza belleza limada por las horas.
También hoy llueven cristales del cielo
que tapizan de blanco las calles; miles de minúsculos brillos resaltan el frío
con sus reflejos efímeros, diamantes gratuitos que nos adornan los pasos y nos
acicalan la piel dormida bajo los abrigos viejos.