lunes, 4 de febrero de 2013

Las casas vacías





Cuatro años no son suficientes para tanto deterioro.
Se puede comprender que las escaleras hacia el desván se hayan rendido, pero, ¿por qué lo hacen  cuando nadie las pisa?
El boquete en el tejado, las pajas que se despeinan, ¿por qué no quieren, precisamente ahora, aguantar más tormentas?
Al almanaque solo le queda el amarillento santo, que se retuerce todavía sujeto en la pared. Es como si los días que  permanecen prendidos a sus pies le intranquilizaran el aura y  se quisiera ir.
La vajilla, en la despensa,  se cubre  del polvo esperado. Las personas de los retratos siguen mirando.

Los muelles y las maderas se desordenan sin moverse de su sitio.
No hay nadie ya, todos murieron. La casa quiere esfumarse,  desvanecerse quieren los recuerdos, que para nada valen.
En la coqueta cocina parece que ha vivido un duende travieso. Será quizá el soplo de un fuerte espíritu el que arranca galerías y abulta los suelos. Será la ausencia una bestia encerrada.
Los retratos, quizá ellos sepan. Yo no sé preguntarles.

Es el mismo escenario en el que estuvimos tantos. Había uvas, y gatos; había voces, más o menos hermosas, pero siempre agua de gargantas. Ahora se hunde, desierto, y solo las piedras del patio siguen igual, casi jóvenes con su redondez reluciente, casi borbotones; entre ellas crece una hierba impasible en su vivo verdor que las hace parecer islas.

Aquella casa se reabsorbe en silencio en medio del barullo. Como una estrella, lo que vemos ya no existe y lo que brilla no es ella, es el pasado que todavía puede traernos bellas imágenes: una sonrisa,  una mano reposada en la baranda, unos ojos oscuros que bailaron incesantes bajo la tristeza. Nos llega el resplandor de otro tiempo que se derrumba en su casa sin hacer ruido.
A los objetos les pasa igual que a las casas: semejan morir cuando nadie los usa. Pierden la luz, se van borrando.



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