viernes, 18 de enero de 2013

De paso




     El bar de la vieja estación ya no existe.
     El ir y el venir allí se detenían; los desubicados encontraban en él un asiento y una cerveza si recogían las mesas de los clientes que se marchaban, a los que miraban a hurtadillas entre el humo del cigarro. Las maletas barrían el suelo semejando batas de cola, y acababan encajadas en multiformes huecos como piezas del tetris.
     Los espejos ya poco reflejaban, estaban casi ciegos, y en las vitrinas las navajas sin mano aguardaron con paciencia, sus aceros picos de aves enjauladas. ¿Volarían cuando las máquinas hicieron escombros el tiempo en ese lugar consumido?
     Los camareros siempre vistieron de oscuro; sus ojos estaban escritos de rostros y de gestos humanos, así se mostraban pícaros, tristes, profundos, o resignados. Con la diligencia de quien conoce la intransigencia del tiempo, distribuían cafés, refrescos, copas de licor, bocadillos, y miraban sin ver el movimiento de las bocas apresuradas, las migas secas cayendo, mientras las tragaperras no cesaban de emitir sus histéricos sonidos.
     El bar de la vieja estación fue el hogar de la espera.

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