El
bar de la vieja estación ya no existe.
El ir y el venir allí se detenían; los
desubicados encontraban en él un asiento y una cerveza si recogían las mesas de
los clientes que se marchaban, a los que miraban a hurtadillas entre el humo
del cigarro. Las maletas barrían el suelo semejando batas de cola, y acababan
encajadas en multiformes huecos como piezas del tetris.
Los espejos ya poco reflejaban, estaban
casi ciegos, y en las vitrinas las navajas sin mano aguardaron con paciencia,
sus aceros picos de aves enjauladas. ¿Volarían cuando las máquinas hicieron
escombros el tiempo en ese lugar consumido?
Los camareros siempre vistieron de oscuro;
sus ojos estaban escritos de rostros y de gestos humanos, así se mostraban
pícaros, tristes, profundos, o resignados. Con la diligencia de quien conoce la
intransigencia del tiempo, distribuían cafés, refrescos, copas de licor,
bocadillos, y miraban sin ver el movimiento de las bocas apresuradas, las migas
secas cayendo, mientras las tragaperras no cesaban de emitir sus histéricos
sonidos.
El bar de la vieja estación fue el hogar
de la espera.
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