Mi padre me mostró
una tórtola posada en la cima de un ciprés.
El árbol escribía
en el cielo palabras transparentes con su punta de pincel. Sobre esa llama
verde se posó una tórtola; su menudo cuerpo comenzó a balancearse en tan
grandioso columpio. Un collar negro enmarcaba su inquieta cabeza y presentaba
orgullosa el mirar de sus ojos, alfileres de azabache. Se dejaba llevar,
como si fuera sencillo estar tan alto, y tan sola.
Lo que ahora veo
son globos perdidos, y nuestro aliento antes de que se disuelva en la noche.
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