
En otra época su cuerpo estuvo
poblado de guindas. Bocados rojos de amor le rodaron por las venas en un
atardecer de otoño. Con sus ojos retó a la estrella más cercana, y a menudo la
noche le cubrió de rocío.
Hoy es transparente: se le han
apagado las luces en un derroche de negro. El silencio le ahueca, en su alma no
quedan más que jirones de lana entumecida. Los demás solo perciben a su paso un
aire turbio, apenas soplo.
“Todos poseen un límite: cada
Uno tiene un matiz de daño muy distinto…”
Del poema “Asilo de ancianos”, de W.H. Auden